¿Alguna vez han creído tener una vida pasada?
6 de abril, 1850. Inglaterra.
6 de abril, 1850. Inglaterra.
Solía mirar a través de mi ventana,
y admirar el cielo nocturno, dándome cuenta de la visibilidad de tantas
estrellas que se me hacía imposible identificar las constelaciones. La pequeña
vela que alumbraba mi escritorio no me dejaba apreciar el exterior, pero había
tanta tranquilidad, que me recordaba lo feliz que me sentía viviendo ahí. Viví
en el campo cerca a Londres, en la granja con mis padres y mis 5 hermanos. Tres
hermanos y dos hermanas, yo era la mayor. Nuestros días eran ajetreados; era
normal levantarme a las 6 de la mañana cuando el viejo gallo de la familia
empezaba a deleitarnos con sus cantos. Debíamos mantener la granja, pues con
ella sobrevivíamos, alimentándonos y ofertando nuestras cosechas semanalmente
en el mercado del pueblo más cercano. Siempre había sentido un amor inmenso por
los animales, y una conexión irrompible con ellos; por eso mi hermana menor y
yo nos encargábamos de ellos; nos gustaba cuidarlos, consentirlos y
alimentarlos, pues eran como un miembro más de la familia, ya que la mayoría
llevaba años con nosotros. Mis demás hermanos se encargaban de los cultivos,
junto a mis padres. Orgullosamente, el tiempo siempre nos rendía a todos, así
que nuestros deberes estaban terminados aproximadamente antes del mediodía.
Todos los días después de nuestro
arduo trabajo, me encerraba un rato en nuestra pequeña sala de actividades,
donde se encontraba mi hermoso piano de pared café. Fue un regalo heredado de
mi abuela, quien me cultivó el gran amor hacia la música ¡qué hubiera sido de
mí sin la música y mi piano! Tocaba unas cuantas melodías de las pocas que me
sabía, alegrando un poco la mañana de mi familia, pues vean como lo vean, la
música nos hacía alegraba el día. En mi familia cada quien tenía sus dones,
aunque al parecer las mujeres se ganaron los artísticos: mi hermana Sofía tenía
una hermosa voz y yo de vez en cuando la acompañaba; Anna, contaba historias
fantásticas en su cuaderno de escritura; por otro lado, yo me iba más hacia el dibujo.
Mi padre siempre me traía del pueblo lienzos y carboncillos, aunque de vez en
cuando un par de pinturas cuando se avecinaba mi cumpleaños.
Lo que más me gustaba de mi hogar
era aquella naturaleza vecina, que me acogía y me hacía sentir en el lugar
correcto. Amaba sus árboles, sus flores, sus animales, sus sonidos, sus
secretos. De vez en cuando paseaba dentro de él, junto a Hann, mi pequeña
Cocker Inglés, quien se había vuelto mi sombra hace 2 años atrás, adentrándonos
a nuestro lugar preferido en el mundo: el lago, mi pequeño lugar de
inspiración.
Mi madre solía estar preocupada
por mí, pues me encontraba en mis 20, la edad perfecta para contraer
matrimonio, y ella siempre me sugería que ya era el momento. No lo niego, deseaba
también casarme ¿quién no? Deseaba mi vestido, la celebración, mi “felices por
siempre”. Mi vida amorosa, era una clase de desierto desde que nací, no tenía
muchos amigos varones, y los pocos pretendientes que tenía, fueron espantados
por mis queridos hermanos poco a poco; sin embargo, luego lo conocí a él.
Era común que con mis padres y
mis hermanos, fuéramos a las fiestas que las familias vecinas ofrecían para
celebrar algo. Esa vez, una de las familias más reconocidas del pueblo
celebraba la llegada de su hijo mayor, después de su larga estadía en la
ciudad, estudiando en la universidad; y debido a eso, aquella llegada merecía
la mejor fiesta de todas. Debíamos asistir, claro está, y por tal, mi madre
decidió darme el mejor vestido de todos, y arreglarme por horas hasta que
quedará lista.
El lugar de la fiesta era un
sueño: un gran palacete totalmente blanco, con un enorme jardín rodeándolo, y 4
fuentes de porcelana, bañado todo a la luz de la luna. El sonido de la música
me llamaba cada vez que nos adentrábamos, pidiéndome unirme a quienes
bailaban. Todo el mundo estaba feliz ese
día, algunos bebiendo y comiendo, otros bailando o charlando. Estaba dispuesta
a unirme en la pista de baile, cuando lo visualicé. Ahí estaba él, y aquel
sentimiento que jamás había existido en mí ser. Sentí como si me hubiera caído
en un pozo y solo alcanzará a ver una luz; la luz era él, pues todos los demás
habían desaparecido de mi vista. Jamás olvidaría ese amor a primera vista, y cómo
mi padre, afortunadamente, me lo presentó. Me costaba sostenerle la mirada,
hasta que mis ojos se acostumbraron a verlo, y su mirada me lo dijo todo: era
él. Era John, mi pequeño amor de la infancia, quien venía todos los días a mi
casa a jugar conmigo y los animales de la granja, pero nunca me pregunté de
cuál familia venía él.
En esos momentos estaba ante mí,
como si el destino nos hubiera unido, y por alguna razón, él también lo sabía:
estábamos los dos, frente a frente, sin decir ni una palabra, solo mirándonos,
y absorbiéndonos del amor que nos uniría para siempre. La música nos unió más,
pues no dejábamos de bailar todas las piezas que tocaban esos fantásticos
músicos. Descubrí todo de él, descubrí que amaría todo de él; hasta que en un
momento de la noche, levantó la tapa de su piano de cola, dedicándome Claro de
Luna, junto a la luna que resaltaba en la noche, y ahí supe que quería que
fuera el amor de mi eternidad. Las palabras nos unieron, las risas nos unieron,
la música nos unió, y el tiempo nos llenó de un amor sobrenatural, único y
sincero, a quien prometí que sería siempre el amor de mi vida , y a quién aseguraría que daría lo que fuera por volverlo a encontrar en cuantas vidas tuviera.
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